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un saludo, Félix Olivera

viernes, 2 de noviembre de 2012

…Nunca lo aceptaré



…Nunca lo aceptaré


La niebla envolvía la gasolinera de Sara y mis recuerdos como en los sueños. Sonaba en el tocadiscos The man who sold the world, y yo estaba tirado en la cama pensando en suicidarme por enésima vez cuando escuché el estridente despertador y al fin pude recurrir a la tranquilidad del espacio real.

Regresaba otra vez a mí aquella enigmática mujer de pelo rojizo y ojos verdes y profundos como el vacío de una noche sin luna.
Sabía que era ella porque no puedo quitármela de la cabeza, es tan…perfecta en todos los sentidos, tantas veces hicimos/hacemos el amor, hubo/hay
tantos condones olvidados entre las ropas desordenadas de su cruel e hipnótica habitación.

Llevo tanto tiempo adormilado y atiborrado a pastillas que seguramente me echaron del trabajo. No sé cuanto hace que no contesto una sola llamada al teléfono, el contestador grita repleto de basura y en vano trato de olvidarlo pero, de nuevo, ese maldito trasto me lleva a ella, y por ella sé que moriré.

Cojo con mi mano temblorosa el teléfono y lo miro con desprecio esperando que me responda su voz. Pero vuelve, constantemente regresa el silencio y como nunca he dejado de hacerlo nunca sé si tiene sentido alguno seguir esperándola. Pero si aguardo con paciencia aparece ella que tras rechazarme mil llamadas me atiende una por piedad, y yo como esclavo del deseo me arrastro en espiral hacia ella, que está en todos mis sueños y por ende surca realidades infinitas de dudosa procedencia.
La siento como si estuviese en mi cama desnuda y recorro su cuerpo inabarcable para mi mente, tan cerca, pero tan lejos cuando la contemplo con los ojos entrecerrados y no está.

-Sabes que te quiero y cuanto te deseo. ¡¡Déjame!!-me dice ella continuamente en mis pensamientos mientras llora, pero sé que es mentira, que solo he sido un capricho más. Lo peor, sé que a mi todo me lo ha ofrecido el último, ella lo sabe y consciente de ello disfruta, pero no voy a negar que me encanta este juego, sé que estoy perdido entre sus brazos y caricias, también sé que por ella estoy muriendo y que es irremediable volver a la fría gasolinera de Pandora donde la conocí por primera vez.

Yo llevaba un par de copas y canutos encima, mi propia niebla, otra de esas noches abruptas en las que acababa solo y borracho maldiciendo a todos los astros del cielo por tan infame destino, por el que me condenan a eterna soledad.
No advertí en ese momento, que quizás, ni siquiera había nadie tras el mostrador acristalado de la gasolinera, mucho menos que era sangre cancerosa con lo que repostaba el Elan 1600, las drogas tienen ese tic alucinógeno y esquizofrénico.

-¡Genial! –pensé.  Pero puede que fuese real también.
Sé que hacía un frío de la ostia y que estaba completamente solo.
Aislado.
Me miré la cara en el espejo lateral del automóvil pero no pude verme, y entonces apareció ella junto a mí. Al principio no pude ver bien su rostro, tan solo advertí sus tacones impactar contra el pavimento acercándose a mí como si fuesen truenos.
Al fin vi que iba vestida de rojo, pero esa noche no quiso hablarme, me dio una nota con su número de teléfono y tatuada en una esquina la marca de unos labios rojos carmesíes, luego se metió en mi coche muy sonriente y yo me la llevé a un descampado sombrío. La besé, nos desnudamos y tras hacer el amor me dormí entre sus brazos. Pero desperté en una habitación extraña y claustrofóbica en la que ella ya no estaba a mi lado, con ropas sucias arrojadas por el suelo y miles de fotografías en blanco y negro en las que siempre salía sonriente, y en todas las fotos aparecía el rostro recortado de un hombre sin identidad y una cara demoníaca que te miraba fijamente a los ojos, tal vez oculta pero no ajena tras el seto de un hermoso jardín o la oscura esquina de un famoso parque de atracciones.

Abandoné su habitación y cuando salí por la puerta me di de bruces con mi dormitorio. Me asusté un poco, no voy a negarlo porque de pequeño viví una experiencia parecida fruto de la desubicación espacial.
Sabía que tampoco me había excedido tanto esa noche en la barra, pero estaba muy cansado, tanto que no podía sino derrumbarme sobre mi vieja cama deshecha para dormir un sueño del que jamás despertaría. Y eso es todo lo que sé.

Aún sigo somnoliento, cabizbajo contra el cabecero de madera y con la nota de sus labios entre mis débiles dedos. Apenas me quedan fuerzas para mover el brazo y descolgar el teléfono, marco su número por enésima vez, tan solo escucho el tuuuuuuuuuuu, tuuuuuuuuuuu, largo y desesperante, no puedo hacer más que esperar a que su voz llegue a mis oídos, porque no habrá regreso alguno esta vez, apenas puedo abrir los párpados y el corazón me palpita a mil por hora.

-¡¡Contesta por favor!!- le suplico.

También se lo ruego al dios en el que nunca creí, se lo pido a mis difuntos padres que desde el cielo en que tampoco creo me bendicen, se lo imploro a todo el mundo, incluso a los astros que maldigo por la soledad a la que estoy condenado.
Hasta que por fin aparece su voz serena para acallar las insistentes súplicas de un pobre escritor mediocre y torturado.

Déjame en paz de una vez, querido.
Deja que me vaya.
Lo sabes.

Sabes que tras once años de matrimonio, del mejor amor que pude darte, de los mejores hijos que pude concebir y a los que ahora has olvidado.
Sabes que en tus sueños, vivo, y que jamás olvidaré el día en que nos conocimos en la gasolinera.


Déjame en paz, mi amor.
Sabes
Que
Estoy
Muerta
Y
Que
Debes aceptarlo.



Lo siento cariño,
pero yo…






-Autor: Félix Manuel Olivera González
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