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un saludo, Félix Olivera

viernes, 2 de noviembre de 2012

El hombre lechuga



El hombre lechuga


por: Félix Manuel Olivera González,  Librilla 2.012



por Félix Olivera


Al cubrirse el cielo de nubes negras en el país del que contaré los hechos que viví, uno no debe asustarse en primera instancia, debe redimirse, y yo jamás…

No hace muchos años, que en uno de mis largos viajes por el mundo, me encontrara con un lugar tan digno de mención, que contaré la historia que me ocurrió pocas horas antes de morir.
Cuando uno se adentra en lo que queda de los viejos bosques de Europa, y, arrastrado por no se sabe que intuición, es difícil preocuparse por el lugar al que puedan conducirte tus pasos. Y así es como llegué a un gran valle rodeado de verdes montañas, que se alzaban con sus nevados picos entre aquellas misteriosas e inquietantes nubes.
El país del que hablo es muy hermoso, aún más que el mejor cuadro pintado, y, no creo que llegue a ser comparable con ninguna imagen que albergue la mente del viajero experimentado.
Anduve durante horas, atravesando las extensas praderas cubiertas de flores de tonos rojizos, que eran bañadas por la luz de un arco iris infinito, hasta llegar frente a unos bancales.
Ese lugar me dejó más atónito si cabe. Allí, había un pequeño huerto sin cultivar donde podían verse las zanjas de la labranza ya orquestadas, y maravillado por la belleza del lugar, miré a mi alrededor buscando otro signo de civilización, lo que obviamente, no dio sus frutos.
El huerto estaba rodeado por una valla de madera, que algún afanado carpintero construyó para delimitar aquel minúsculo trozo del mundo. Me desprendí de la pesada mochila y la dejé sobre la tierra con cuidado, después, salté la valla y una vez dentro, me puse en cuclillas apoyado en una linde. Acaricié la tierra, y en ese momento, unos leves recuerdos surcaron el mar de mi memoria.
Ya casi había olvidado el motivo por el cual yo, James Landon, había iniciado mis viajes desde Londres allá por 1.849, tras cometer un grave asesinato que así trataba de enmendar.
Dos lágrimas brotaron de mis tristes ojos y surcaron mis mejillas aterrizando sobre el suelo, que parecía efervescer en mi imaginación. Entonces, noté un leve hormigueo por el cuerpo y que un profundo sueño me invadía con rapidez. Caí a merced de sombras y luces blanquecinas.
Al despertar, comprobé que algo más insólito había de sucederme. Mi cuerpo estaba cubierto enteramente por hojas de lechuga, que habían crecido con fuerza sobre mi piel, y mis pies, permanecían hundidos en la tierra convertidos en raíces.
Presa del pánico, logré salir del suelo que me aprisionaba y comencé a caminar tambaleándome de un lado a otro como si fuera borracho. Mientras caminaba, pude ver que las nubes iban desvaneciéndose, dejando caer sobre mí los rayos de un sol embravecido.
La marcha de la oscuridad me dejó a la vista de infinidad de aves que surcaban los cielos. Eran bandadas de cuervos, urracas y mirlos, todas ellas aves del infierno.
Me atravesaron con sus ojos más negros que la obsidiana y llegaron hasta mi corazón, que ahora, era como un libro sin tapas, logrando así, leer las peores páginas de mi asquerosa vida.
Cayeron en picado sobre mí, desgarrando, picoteando, agarrando y arañando esa extraña piel que emanaba sangre verde. Casi sin fuerzas e incapaz de resistir el dolor, pude ver con un solo ojo (pues el otro jugueteaba sangrante en el pico de un mirlo) a una forma femenina que iba vestida de blanco y cubierta de relucientes joyas. Ella, era tan hermosa como la mujer que antaño amaba y me observó con seriedad durante unos segundos.
Al final, se transformó en una esbelta garza y se dirigió al oscuro nubarrón del que vino, dando con su marcha punto y final a mí oscuro corazón.

Por Félix Olivera

Fin


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