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un saludo, Félix Olivera

viernes, 2 de noviembre de 2012

La verdad perdida


"LA VERDAD PERDIDA"

por: Félix Manuel Olivera González, Librilla

   02/11/2.012

por Félix Olivera


Ese día dijiste que la odiabas, que había sido cruel conmigo.
¿Quién se atrevió a dejar el infierno entero para mí, yo que sólo jugaba con las nubes y perdía el tiempo imaginando mundos?
Creíste o vivías encerrado/a en una idea en la que el cuarto de baño era lugar para dejar eso al alcance de los niños.
Más tarde, te fuiste con un traje negro y después cerraron este sitio. No pude ver quien lo hizo, sólo puedo decir que hubo una tormenta roja, después una calma negra seguida de tormento y que ya han pasado muchos años, quizás décadas.
Hay más lamentos aparte de los míos pero solo los oigo a veces. Unos más fuertes y otros más leves que siempre repiten la misma frase como si quisieran advertirme de algo, sin embargo, no consigo escucharlos bien. ¿Qué puedo recordar, sólo tenía seis años?
Esas voces se hicieron más fuertes el otro día, cuando percibí a esa persona de la calle que a veces se para frente a casa. ¿Quién es y qué quiere?, no puedo verle, solo sentirle como alguien cercano pero lejano a la vez. No es un simple curioso y creo que sabe con certeza lo que me pasa.
A mis padres los recuerdo con cariño por igual, pero a ella no. Esa criada me maltrataba, me hacía daño continuamente y eso jamás lo olvidaré. Me obligaba a tragar la comida cuando mamá no me miraba y luego me cerraba la mandíbula con fuerza.
De papá siempre guardo los mejores recuerdos, el campo, la montaña, la playa y su eterna sonrisa. Puede que esté en la habitación de donde vienen los otros lamentos que nunca logro oír bien.
¿Recuerdas? Fue la pérdida de la conciencia o fue perdida en la oscuridad del vacío. La triste melodía de las noches amargas, encerrada en sucios vendajes y enterrada en vida siguió desafiante para mí como un sonido eterno; mi canción favorita. La felicidad que ganamos en la calle y que muere en casa, está oculta en tu cabeza y sigue con rabia su curso incoherente. Perpetrándose en los sueños de miles y miles de niños inocentes que buscan a sus padres. Quisiera seguir buscando pero no, no solo estoy aquí para advertirte de que mi mente vuela espiral y de que esa melodía me taladra. Estoy porque la muerte te preocupa; tu destino no es el mío pero puede serlo.
Estoy tirado entre escombros y ratas, alimañas que hablan desde las esquinas de esta casa vieja tapiada con tablas. Esta tumba.
Las pesadillas, mi vida anterior, la niñez. Todas se fueron sin avisar acabando de la peor manera y no quiero resignarme a creer que estoy… ¿vivo? Si lo estoy, ¿por qué no puedo levantarme de este frío suelo que me quema el alma?
Las baldosas están rotas y nadie las arregla desde hace años, nadie entra y estoy tirado en medio del comedor. Inmóvil. Mi lado izquierdo me da la percepción de los objetos que levemente son iluminados por el día, tras esa vieja persiana carcomida.
Nadie sabe lo que sufro, solo una persona viene por aquí y se posa en el exterior de esa ventana que tantas veces me dejó mirar el cielo.
Y el silencio, ese pitido que odio y que no me abandona. ¡Pero cuánto tiempo puedo estar así!
Yo solo quería…quería estar aquí, pero no para siempre. No estoy loco, tampoco muerto pues veo las cosas que hay a mí alrededor, y ahora, ¡por fin comienzo a flotar! Voy deslizándome por la estancia y no, ¡no puede ser! Me estoy despertando de un sueño semejante a una pesadilla en el que puedo verme sosteniendo un frasco y en el que la comida está puesta sobre la mesa, una sopa de ricos fideos.
Yo me subo encima de una silla como puedo y vuelco el líquido del frasco en los platos. Después lo tiro al suelo, ¡es matarratas!
Mamá me da esta vez la comida mientras me mira con cariño y yo tomo una cucharada tras otra. Ella come de su plato al mismo tiempo, cuando papá golpea con el pie un frasco del suelo y lo coge descubriendo sorprendido el veneno mortal.
Después, mamá y yo empezamos a expulsar espuma y sangre por la boca, ella corre en dirección al baño y yo me caigo de la silla contra las baldosas. Papá escucha también gritos en la habitación de invitados después de llevarle a la criada uno de los platos y acto seguido llama a la ambulancia, pero cuando ésta llega ya es demasiado tarde; las dos están muertas.
Lo sé, es triste, pero me alegra descubrir que durante tantos años ese desconocido que nos visitaba a menudo y que lloraba amargamente frente esa persiana carcomida era yo. Esa es la triste melodía de mis noches amargas, que debí haber muerto aquel día.


Fin


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