Prólogo
Hace muchos años, tantos que ya ni logro acordarme del momento exacto, hubo una ciudad que fue asediada sin compasión y que al final acabó en las manos de un ejército terrible y poderoso de bárbaros esteparios comandados por el sanguinario Hans.
Durante mucho tiempo a la ciudad sólo dejaban que entrase un pequeño cargamento de víveres que era la única comida y bebida que entraba.
Los habitantes de aquella ciudad estaban muy débiles y enfermos y no les quedaba otra opción que estudiar los libros antiguos para cultivar la inteligencia, pues pensaban que así algún día lograrían expulsar de allí para siempre al Guardián de la Puerta.
Jaro permanecía oculto en la más alta Torre de la ciudadela. Un lugar oscuro y opresivo en el que había sido encerrado hacía ya tanto tiempo que ya no recordaba el cómo ni el por qué de su condena. Hasta que una fría mañana las cosas comenzaron a cambiar, cuando de pronto, unas leves sacudidas hicieron temblar la Torre de Jaro.
El muchacho se asustó en un comienzo, pero esos breves pensamientos de preocupación pronto dieron paso a la tranquilidad.
Una vez al día el carcelero se encaminaba hacia la Torre y le llevaba a Jaro la comida, que consistía en unos míseros mendrugos de pan seco y apenas una jarra de agua sucia en la que flotaban bichos muertos y trozos de barro.
-¡Aquí tienes tu comida, pequeña basura con patas!-le gruñó el ruin y apestoso carcelero, que estaba cubierto de mugre y úlceras en la piel e iba cubierto de viejos harapos.
Jaro se levantó del suelo con las pocas fuerzas que le restaban y se acercó arrastrándose al plato para comer.
El muchacho sabía que la comida era horrible pero aún no pensaba renunciar a la vida, algo dentro de sí mismo le obligaba a continuar pese a sus desgracias. Pese a un destino maldito que no comprendía. Allí era imposible ser feliz, pero Jaro imaginaba hermosas historias en lugares más mágicos aún donde todavía más mágicas criaturas le ayudaban a seguir con vida.
Los incansables días siguieron transcurriendo y el bochorno del calor del verano pronto dio paso al acortamiento de los días, y con esto, pronto llegó el invierno. A pesar de algunas pieles de bestias que le proporcionaron Jaro pasaba los días muerto de frío y fiebre y pensaba con resignación que aquel podría ser ya el último invierno de su vida. Cuando de pronto volvieron las sacudidas y los temblores sólo que esta vez más fuertes.
La Torre se inclinaba con levedad, cuando de pronto unos cascotes cayeron junto a Jaro, que se lanzó hacia otro lado para evitar ser golpeado en la cabeza. En ese instante, un rayo de luz atravesó la celda y fue a parar a la cara de Jaro, que se cubrió el rostro con ambas manos.
Los temblores continuaron cuando regresó el carcelero con la comida de ese día y la arrojó a sus pies con desprecio.
Poco a poco el sol fue dando paso a unas nubes que fueron encapotando el cielo y que amenazaban con lluvia.
El carcelero era un Troll apestoso y se alejó dando ridículos saltos escaleras abajo, y con las gotas de agua que cayeron la escalera se puso muy resbaladiza, y tras llevarse un susto por el estallido imprevisto de un relámpago, el Troll trastabilló y cayó rodando escaleras abajo partiéndose el cráneo en dos mitades, del mismo modo que ocurre al abrir una nuez.
Mientras tanto, Jaro que era ajeno a todo esto estaba empapándose de agua hasta los huesos y con el frío que hacía en la Torre comenzó a helarse y a tiritar.
Las sacudidas regresaron de nuevo, pero esta vez la Torre no pudo resistirlas y se desplomó sobre las caballerizas, y por suerte Jaro sobrevivió al caer sobre el estiércol y la paja sucia de los caballos rodeado por el marco derruido de lo que fuera la ventana de la Torre, pero las cadenas y grilletes seguían atando sus manos y poca cosa pudo hacer mas que esperar a que apareciese alguien por allí para ayudarlo.
Las ondinas que son amantes de los ríos y los lagos recibieron con mucha felicidad aquella lluvia, pues la presa que habían construido más arriba y que las entristecía y casi las había exterminado las había obligado a dirigirse a un lugar en donde sólo pueden ser leídas o imaginadas. Los libros de cuentos de hadas y fantasías.
Desde que construyeron la presa las ondinas estaban muy enfadadas, y en secreto, planeaban conjurarse contra la ciudadela, y asesinar a todos los que las habían llevado a aquella desastrosa situación.
Sin embargo, todas coincidían en que había un pequeño o, según se mire, gran problema a resolver. Y éste era como para muchos otros habitantes de aquellas tierras la presencia imponente del Guardián de la Puerta.
Algunos decían del Guardián que se trataba de un ser indestructible y muchas leyendas se contaban sobre él, pero ninguna que fuera del todo fidedigna, pues ya es sabido que las viejas y no tan viejas chismosas de las aldeas son propensas a este tipo de habladurías.
Aún así, todos lo respetaban y evitaban. El Guardián con el que realmente contaba, si es que esto fuese del todo cierto, era con el soberbio, altanero y engreído Rey Hans, el más odiado de todos los reyes de su tiempo. Era tanta su mala fama que hasta las sucias y apestosas ratas de las alcantarillas y los enmohecidos acueductos le escupían en los pies a su paso con la asquerosa, pútrida e infecta saliva que almacenaban en sus carrillos y dientes repletos de caries.
Y todos los habitantes o mas bien vasallos del Rey Hans sabían que el único ser humano al que éste respetaba era como no a El Guardián de la Puerta. Y con éste era con quien tenía que enfrentarse Jaro si quería emprender el camino hacia su libertad.
Las ratas que eran las únicas amigas de Jaro durante su encierro fueron las primeras en acercársele para comprobar que no había sufrido ningún daño. Se le subieron por las piernas y se introdujeron en sus pantalones pero descubrieron que su amigo estaba en buenas condiciones.
El estruendo producido por el derrumbe del Torreón llamó la atención de todos los soldados, que por orden del Rey se acercaron con las lanzas alzadas para impedir que el preso se escapase, y con gran sorpresa descubrieron que Jaro ya no estaba allí.
Las ratas le guiaron a través de las alcantarillas y allí continuó hasta que se le ocurriese un plan para escapar de la ciudadela.
Las ratas avanzaban a través de las cuevas y Jaro las seguía, cuando sin esperarlo apareció la luz al final de uno de los túneles del desague (aquí falta una diéresis), el agua corría bajo sus pies y desembocaba en un inmenso lago que era "la tierra de las ondinas".
Jaro se lavó todo el cuerpo y la cara, y las ondinas se le acercaron con prontitud para estudiarle concienzudamente.
Las jóvenes lo observaron sorprendidas y concluyeron que tenían que llevarlo ante la Reina Ónice.
La Reina le dio la bienvenida a Jaro, lo vistió con sus ropas y celebraron un suculento banquete en el que hubo música y danza.
Las ondinas bailaron para Jaro y las ratas las contemplaron boquiabiertas a la espera de que les llevasen algo de comida.
La Reina Ónice era la ondina más bella de cuantas se conocían en esas tierras y estaba muy enfadada con el Rey Hans. Juntas planeaban asesinarle pues veían peligrar para siempre su estilo de vida. Algo que ya no soportarían más bajo ningún concepto.
Entonces, le hicieron la entrega a Jaro de una espada mortal y legendaria con el fin de que acabara ensartándosela en el pecho, y así lograse atravesar el corazón del Rey Hans.
Mientras tanto, el Guardián de la Puerta fumaba en su pipa una extraña hierba adormecedora con efectos tranquilizantes que el Troll le hiciera entrega mucho antes de su patética muerte.
Sus pensamientos se desvanecieron muy pronto cuando vio aparecer al Rey Hans custodiado por su escolta real, fuertemente armados, y de rostros sanguinarios.
Entonces, el Rey Hans le dijo al Guardián de la Puerta que el prisionero había escapado, asunto que le enfadó sobremanera ya que durante veinticinco años su principal misión había consistido en evitar que su hermano Jaro escapase de su infranqueable celda.
Por Félix Olivera- Librilla -2.015